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lunes, 25 de noviembre de 2013

Juan León Cornejo enlista los casos de violencia extrema contra periodistas, Alfredo Alexander, Eugenio Aduviri, Carlos Quispe (apaleado en su gabinete de locutor en Pucarani, 2008), Fernando Vidal, Los hermanos Peñazco Layme y otros que el Gobierno no puede descubrir a los autores.

Hay que reconocer que en Bolivia existen y se ejercen todavía las libertades de expresión, opinión e información. Es difícil, a estas alturas, afirmar lo contrario. Esta columna y otras que se publican en algunos medios nacionales son prueba de esa realidad. La referencia es, obviamente, a las columnas que expresan opiniones críticas al gobierno de turno. Ese es un hecho objetivo.

A la mayoría de esas columnas, hay que reconocer también, no las inspira necesariamente las discrepancias ideológicas naturales en cualquier democracia. Se inspiran y justifican porque en estos tiempos de cambio, hay mucha tela para cortar. Violaciones a la Constitución, irrespeto a las leyes, corrupción en todos sus matices y niveles, abuso, prepotencia e incapacidad, sólo para citar algunos casos, hacen imposible el silencio. Ese es otro hecho objetivo.

Para el periodismo honesto, mirar al costado lastimaría la ética y la moral. Pero además, el silencio implicaría complicidad. En ese escenario, las  columnas de opinión independiente compensan, aunque sea en mínima proporción, el bombardeo de propaganda oficialista que pretende tapar o justificar lo mucho que se hace mal o torcido. No todos, lamentablemente, cumplen el viejo dicho de David Simon: "el buen periodismo puede y debe morder cualquier mano que intente darle de comer", aunque citar al periodista y escritor norteamericano parezca herejía en estos tiempos.

Desde la otra vereda, el que se respeten todavía esas libertades permite decirle al mundo que en Bolivia hay democracia. Decirlo y mostrarlo es políticamente importante, pero no libera de presiones y limitaciones solapadas al ejercicio de las libertades de opinión y expresión.

En vísperas del Día Mundial contra la Impunidad, hay que decir que del tema estamos curados de espanto. En Bolivia nunca se esclareció ni sancionó el asesinato de ningún periodista. En la historia reciente, el más antiguo data de 1969, cuando una bomba mató en su hogar al fundador y director de los diarios Ultima Hora y Hoy, Alfredo Alexander  y a su esposa. El último fue el 2012, cuando mataron a Eugenio Aduviri, periodista deportivo. En el 2008, Carlos Quispe, antes de morir tras una golpiza en el estudio de  radio municipal de Pucarani, alcanzó a nombrar a sus agresores, Igual que Fernando Vidal, el director de radio Popular, de Yacuiba, al que intentaron quemar vivo. Pero el colmo de impunidad es el de los hermanos Peñasco Layme, utilizado para justificar el intento de crear un seguro de vida que los periodistas recibirán cuando mueran.

Antes y después, hubo una gran cantidad de agresiones físicas y verbales sin sanción. La mayoría se consideró sólo como agresiones personales. Ninguna como agresión al ejercicio de las libertades de expresión u opinión que fue, realmente, el motivo que las originó.

Bajo el mismo criterio hay otras agresiones al ejercicio de esos derechos constitucionales. Recientes amenazas de represalia de un dirigente campesino de los Ponchos Rojos contra una periodista que investigó presuntos casos de corrupción en el fondo indígena e incluso de tomar el diario que publicó esa nota no sólo es prueba de oscurantismo e intolerancia. Es una amenaza directa a esas libertades. Y adquiere dimensión preocupante porque la declaración se difundió, varias veces, por el canal estatal.

Hay también amenazas de otro tipo. Por ejemplo, la de advertir con rescindirle contrato de publicidad a medios que publiquen notas críticas, como en Tarija, o de enjuiciar por vía ordinaria a los que critiquen obras públicas municipales como en Santa Cruz. O la estupidez de pretender encarcelar a una presentadora de televisión por opinar que hay mal olor en las calles de Oruro. Ninguna de esas amenazas ha sido sancionada. Por eso, la impunidad persistente los convierte en hecho habitual, cuando no anecdótico.

Es también amenaza flagrante al libre ejercicio de esos derechos y abuso de poder el imponer cargas impositivas extraordinarias a los medios como mecanismo de asfixia económica. Igual que enjuiciarlos por presuntos delitos que se deben juzgar en el marco de la ley de imprenta o el mantener en suspenso la solución de causas judiciales.

La fuerza solapada de todas esas amenazas se hace mayor, si es que no es su fuente de origen, cuando desde el vértice del poder político se estigmatiza a prensa y periodistas como oposición política.

En el fondo, está claro sin esforzarse para descubrirlo, de lo que se trata es de generar un clima de temor que obligue a doblar rodillas o a callar. Y la falta de denuncia, implícita en una actitud de autocensura, es el primer paso hacia un totalitarismo con disfraz de democracia.

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