Linda. La primera impresión era su belleza. Lo sabía, sin duda, porque usaba un modo risueño y coqueto de hablar, que luego redondeaba contundentemente con una prodigiosa inteligencia. “No está para ligas menores”, pensamos en el PADEM cuando la conocimos, allá por el 2006 en los talleres de comunicadores locales. “Si este fuera el primer mundo, la Vero estaría conduciendo en CNN”, le decíamos piropeándola con sinceridad. Pero, claro, este no es primer mundo, ni siquiera el segundo ni el tercero: es el fin del mundo y en este final del planeta encontró la muerte cuando le sonreía la vida. Así de paradójico.
Tuvo que demostrarse y demostrarnos que se puede ser linda, culta y emprendedora, así, todo en uno; que se puede vestir polleras; que se puede ser bien bilingüe, sin atropellar ningunas de las lenguas; que se puede dirigir un equipo de prensa y ser reina de belleza, con igual capacidad. Nada la detuvo, todo lo contrario, siempre había pretexto para más. Por eso de la radio San Gabriel, que fue su casa, saltó a la tele y ya estaba creciendo como espuma; por ello, le faltaban las horas y madrugaba para llegar a tiempo a su programa. Por eso, acompañada de su hermano, Víctor Hugo, también locutor de San Gabriel, no dudó en treparse al minubus que le guiñó el ojo en la carretera, nada la detuvo… Así de paradójico.
En este fin del mundo, el fin de la vida es sólo un trámite. Un celular, unos cuantos pesos lo justifican todo. Verónica y Víctor Hugo son sólo dos siluetas, dos más en este recuento de víctimas anónimas de la violencia inexplicable, de la furia que espera a cualquiera el momento más inesperado. Cinco cuadras fueron suficientes para consumar el crimen, para reducir a nada las vidas de dos trabajadores, de miles de sueños forjados con esfuerzo, con ganas, con fe. Verónica no sólo tenía fuerza, sobre todo tenía fe. Así de paradójico. Por eso pudo, lo pudo todo, menos, claro, esto, lo último, lo grotesco, lo inhumano, ¿quién podría explicarlo?
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