Gregorio homenajeado en septiembre por la HMC |
Llegó a Bolivia con la misión de salvar almas y condenar los cuerpos de los mineros destruidos por la silicosis, el hambre, los sueldos miserables, la superexplotación laboral y las masacres desencadenadas por el poder militar que se enseñoreó en el país desde, prácticamente, la llegada del sacerdote.
Fueron los mineros los que les enseñaron, lo reconocerían los mismo oblatos años después, a leer el Evangelio de Jesucristo desde otra perspectiva.
En tiempos en los que realmente las personas se jugaban la vida por pensar diferente al tirano de turno y sus acólitos, mercenarios, alcoholizados y embrutecidos por su actividad, los oblatos se jugaron la existencia misma. Se enfrentaron con valor y las manos limpias a los cañones de los matones.
Se expusieron a un grave peligro por defender la verdad y la vida. Nunca renegaron de su fe, pero mostraron una faceta distinta de la Iglesia Católica comprometida, no con una lucha política o social y mucho menos comunista, sino con una mera pelea porque los bolivianos tengamos mejores condiciones de vida. Surgieron nombres como los de Julio Tumiri, Luis Espinal, Mauricio Lefebvre, Gregorio Iriarte, Daniel Strecht, Xavier Albó, Roberto Durette y tantos otros, que con la cara descubierta, lucharon por un mañana mejor para esta tierra bendita.
Comprender esa conversión no demanda un enorme esfuerzo. Esos religiosos bajaron de los púlpitos para ser parte del pueblo al que llegaron para redimir.
El trigésimo aniversario del principal fruto de su accionar se recordó hace apenas dos días: la democracia, la posibilidad de que sea el pueblo boliviano el que acierte o se equivoque en la elección de sus gobernantes y las políticas.
Iriarte fue parte de un grupo de hombres y mujeres, vestidos con hábitos o no, que poseía una firme decisión de enfrentarse con los poderosos de turno, que medraban del poder, robaban y asesinaban en nombre de valores cristianos, morales y occidentales. Una farsa repugnante que ha quedado al descubierto, aunque no ha merecido una ejemplar sanción, salvo contados casos.
El sacerdote Gregorio Iriarte, padre Gregorio le decían quienes tuvieron el privilegio de conocerlo, marcó una época en Bolivia. Su sacrificio fue enorme. Nació lejos de estas montañas, pero cuando llegó a ellas fue atrapado, de tal manera, que sus restos quedarán para siempre entre ellas, entre el estallido de las dinamitas que buscan las vetas más ricas, entre la sirena que convoca a los obreros a la jornada laboral, entre las voces de las humildes palliris que separan a costa de su vida, el mineral de las colas y los desmontes y las protestas de viudas o esposas de mineros, porque el avío de la pulpería se quedó en el camino, vaya a saberse por la corrupta acción de alguno de los mandones de turno.
Paz en la tumba de Gregorio Iriarte…
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