La campaña que autoridades de gobierno y algunos escribidores oficiosos han desatado en contra del periodista Raúl Peñaranda ha cruzado todo límite de decencia y racionalidad, además de violar principios constitucionales y legales. Llega a tal grado de vileza que incluso personalidades que explicitan su afecto por el MAS, sus dirigentes y la gestión gubernamental han expresado su rechazo a ella por su contenido sectario y xenófobo.
Revisando algunas experiencias anteriores, una arremetida de esta naturaleza no responde (o no puede hacerlo) sólo a los impulsos personales de quienes la ejecutan, más aún en un Gobierno en el que el sector comunicacional concentra a muchos de sus mejores operadores. Podría tratarse, por tanto, de una campaña que precisamente pretende aparecer como burda para evitar que la ciudadanía se interese por los serios problemas que el Gobierno está confrontando. Parecería que temas como el tratamiento del proyecto de la ley minera, los extorsionadores de toda laya, la corruptela en la administración pública, como la conformación de roscas político-familiares para la apropiación de los recursos del Estado, la abierta injerencia del poder político en la justicia, etc. están provocando una severa deslegitimación del discurso oficial y de sus voceros, lo que lo obliga a distraer la atención pública, y qué mejor recurso, a su criterio, que atacar a un conocido periodista de ser chileno y agente de ese país.
Sin embargo, pareciera que el remedio utilizado será peor que la enfermedad. Es tan grosera y burda la campaña que si bien ha distraído, efectivamente, la atención de muchos ciudadanos respecto a temas centrales de la gestión gubernamental, ha provocado, en unos, mayor decepción sobre el Gobierno y sus conductores, y en otros ha ratificado la percepción de que se van imponiendo las corrientes más autoritarias del MÁS y que este Gobierno está siendo absorbido no sólo por la corrupción sino también por la soberbia, que siempre es mala consejera en el ejercicio gubernamental.
Pero, hay un enfoque más que se debe anotar. Es la preocupación porque en el Gobierno no haya límites en el ataque al real o presunto adversario. Es decir, hay demasiados indicios sobre una actitud de desprecio a la dignidad humana. Las autoridades se creen con el derecho de insultar, cuando no denigrar y calumniar, a todos quienes expresan críticas a ellas o a la gestión. El periodista Raúl Peñaranda es la víctima actual y los ataques que le hacen responden a la lógica premoderna de dividir al mundo en opuestos, cuando todo indica que hay enormes espacios para la sana interacción.
En este sentido, la campaña denigratoria a la que hacemos referencia termina como un bumerán, pues a tiempo de que crece la solidaridad alrededor del periodista agredido, crece el desprecio hacia quienes impulsan ataques tan viles, sólo vistos en tiempos de las más aborrecibles dictaduras militares.
Desde Los Tiempos expresamos nuestra solidaridad con Peñaranda y condenamos, por principios de orden moral, profesional y humano, los ataques que este periodista recibe desde el poder central.
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