El 21 de agosto de 1971 es una fecha frontera para el periodismo boliviano. Agotados prematuramente los proyectos progresistas de Ovando y Torres, en esa fecha, de la que mañana se cumplen 40 años, irrumpe en el poder la derecha militar decidida a restaurar el antiguo orden de cosas que había logrado inquietar una propuesta política, propugnada por aquellos militares y su entorno civil, que incluía nacionalizaciones y pactos sociales con los de abajo.
Traído del exilio al que marchó tras una fallida intentona golpista en enero del mismo año, el entonces coronel Banzer asumió un amplio liderazgo que abarcaba las tendencias castrenses conservadoras, el partido más importante de ese momento que era el MNR y la provisoriamente resucitada FSB, en una alianza que contó con la aprobación y la participación de los principales grupos burgueses del país.
Para los periodistas, el golpe de estado surtió los efectos de un mazazo. Tratados hasta entonces con respeto y consideración por los gobiernos constitucionales que se sucedían desde 1952, ven de pronto que sus domicilios son allanados y ellos mismos encerrados por decenas en las cárceles políticas. Una cantidad aún mayor logra eludir la persecución sañuda y marchan al exilio, sea bajo la protección de embajadas extranjeras o en forma clandestina. Jamás en la historia de la República los periodistas habían sufrido embate semejante.
En la perspectiva histórica, hoy debemos admitir que la represión a los periodistas tuvo un motivo. Fue sañuda, despiadada e indiscriminada, pero tuvo un motivo: los periodistas o trabajadores de la prensa habíamos asumido un compromiso y estábamos involucrados en la lucha del pueblo boliviano por sus derechos. El mayo francés y las guerrillas que tuvieron por escenario trágico al territorio boliviano, así como nuestra adhesión al movimiento obrero organizado, brindaron a los represores la oportunidad para saldar cuentas con mujeres y hombres de las filas periodísticas. Pero lo dicho, por cierto, no justifica la represión. Nada justifica ninguna represión y menos si tiene el matiz selectivo que apunta con mira telescópica a un derecho fundamental como es la libertad de expresión.
Recuerdo el clima vibrante del exilio periodístico en Buenos Aires. Grabada está en mi memoria la convicción revolucionaria –en el sentido de luchar por la igualdad y la justicia, y contra toda forma de explotación y discriminación- que caracterizaba a los periodistas echados del país por la intolerancia elevada a grado sumo.
Años después empezaron a soplar los vientos del neoliberalismo y el señor Fukuyama, acompañado por la salva de aplausos del mundo conservador, dictaminaba el fin de la historia. El ocaso de las ideologías. El exterminio de las utopías. El tiempo unipolar.
Todo, para erigir altares de culto al hegemónico reinado del dios mercado. Poco duró la fiesta. La aguaron los chinos. Ahora el orbe de Fukuyama trastabilla en casi todas las grandes capitales europeas y también en Nueva York y Washington.
Muchos intelectuales formados en la izquierda, ya marxista ya trotskista, aceptaron el sepelio de sus utopías y, en Bolivia, adhirieron al entonces boyante neoliberalismo en la época llamada “gonismo”. Hoy se los nota un poco incómodos pues parece que algunas utopías han triunfado sobre su muerte declarada.
Los periodistas de 1971 terminamos en diáspora. Ubicados en diferentes puntos del abanico de ideas políticas. Unos cuantos nos mantenemos en nuestros 13. Otros, han tomado de pequeñas a grandes distancias. Hay diferencias. Y son notorias.
¿No somos los mismos?
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